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Varetas desde el balcón del cielo – La crónica del 15 de agosto

Mi acelerado corazón y una permanente idea no me dejaban sola: “es 15 de agosto, qué bien suena”. Atrás quedaba ya una medianoche de repique glorioso de campanas con el que se puso fin a una novena diferente, y que sería el precedente de una noche con las sillas de la explanada y los últimos preparativos para el día grande como protagonistas.

Y con la noche agotada, y sin darme cuenta, era la hora de subir. Aún no habían salido los primeros rayos de sol y golpeaba el fresco de la mañana, ese que después se iría y no volveríamos a ver, ¿desde cuándo un 15 de agosto con una temperatura agradable? Eso no existe.

Todo pasaba muy rápido. Nervios y más nervios durante la función, y digo que pasaba rápido porque cuando menos lo esperaba, de nuevo estaba arriba con los primeros fieles ensartando las varetas que después irían acompañando a la Virgen.

Ahí fue cuando esa idea no salía de mi mente, me golpeas aún más fuerte si se podía, ya era real. Ya me estabas regalando las sonrisas del resto de personas que suben a verte, los primeros abrazos del día, ese olor característico con el que tan sólo tú consigues que mi alma sea tuya y, frente a ti, el recuerdo de aquellos que han estado conmigo, pero que hoy no podían verte.

Que no pase la mañana, que llegue el momento de salir pero que me alargues cada segundo en el que voy a estar hoy contigo, eso es lo que más deseaba, pero tú te empeñabas en correr, en hacer que el tiempo volase, pero cada instante era mejor que el anterior.

Llegaban los estandartes, varas y banderines de las hermandades, ofrendas florales y más gente que acudía en tu presencia, todos queríamos disfrutar a tu lado, pero ya se iba quedando el Santuario vacío, de nuevo había que irse a casa. ¿Cuántas veces bajaré hoy la cuesta? No me importa, todas las que sean necesarias siempre que termine subiendo a verte de nuevo.

Esta es la tarde más eterna del año, en la que más se piensa y en la que menos se descansa, en la que más se sienta y en la que más se añora, la que más lenta pasa, pero la que te lo da todo de golpe cuando llega el momento. Y efectivamente, llegó el momento.

El vestido tan bien planchado como si de una túnica de nazareno se tratase, y mi medalla, que no se me olvide la medalla, esa que tanto sabe de mí, pues bien cerca está del lugar que mi madre del águila, me tiene totalmente cautivado.

Como siempre, los escalones que me harán adentrarme en el Santuario, como siempre y como nunca, una vez que entre, seré completamente tuya, Madre. Cada año lo haces diferente, pero permanece lo mismo, mi amor por ti.

Dentro espera una oleada de costaleros ansiosos por pasearte, las mismas caras de todos los años de quienes se presentan ante ti, mi junta, esa que tanto apuesta por sus jóvenes, y mis jóvenes. Allí estoy yo, sobrecogida e ilusionada como cuando era una niña, ya he dicho que había muchas caras, pero yo sólo era capaz de fijarme en la tuya, en esa sonrisa que me consolaba, pues me presentaba ante ti un año más, pero este año has querido que esté contigo alguno de los que me regalaba sonrisas a la vez que mirábamos la tuya.

Ya estábamos todos arriba, todos arriba contigo, el cortejo formado y yo aferrada a mi vara, con la que iría no muy lejos de ti. Se abrían las puertas, no podía ser verdad, había llegado. Y es entonces cuando le pido al tiempo que se detenga, que no estoy preparada y necesito saborearte más despacio, pero ya es la hora de salir.

Allí estaba el mismo atardecer de siempre, esperando a que salieras para componer la estampa más perfecta, pero esta vez era un atardecer diferente, más intenso que nunca, en el cielo te esperan con las mismas ansias que nosotros en el suelo. Tu cortejo en la calle, sin poder evitar girar y mirarte, te acercabas poco a poco, con la elegancia que sólo tú tienes y la grandeza de tu mirada. El frontal del paso pisaba la calle, un frontal también diferente iba abriendo paso, los primeros nardos habían salido, tus faldones se movían anunciando que llegabas, y bajo el privilegiado arco ojival, pues está más cerca que nadie de tu corona de reina, aparecías tú haciéndome ver que eres lo más grande que se puede tener, mientras tu pueblo te recibía entre aplausos.

La procesión… tan gloriosa como siempre, y este año regalándome el privilegio de llevar agarrada a mi vara una mano dulce, que luego, aún sin yo saberlo y con su temprana edad, consolaría todas mis lágrimas y me hizo disfrutar mediante la inocencia de su niñez.

Madre, por favor, para el tiempo, vuelve a regalarme Herreros y Cañá, la Mina y el paso por el Consejo, dime que no es verdad que acabamos de terminar de subir la cuesta. Es ahí donde noto como mis ojos se empiezan a cargar, no quiero entrar, siempre lo mismo, y como siempre, de nuevo ante la puerta de tu Santuario.

A ambos lados, las representaciones de las hermandades que te acompañan hasta tu bendita casa, y al frente, el vacío. Está tu altar, pero no estás tú, qué fría es tu casa sin ti. Madre, aun así allí te espero, pero tú tarda lo que quieras, que entre las insignias de las hermandades, una mirada me hace más llevadero este frío, al igual que en todos los momentos que he caído.

Y allí estabas tú, frente a tu pueblo entrabas lentamente, pero no dejabas de mirarlo, yo te veía aunque no pudiese contemplar tus ojos, sabía que estabas siendo el consuelo de quien más lo necesitaba. Y allí me encuentro yo, sin poder dejar de mirarte, ya con lágrimas cayendo por mi cara, pero es que no puedo guardármelas. Tú que consigues sacarme hasta de la más mísera penumbra, tú que me haces sacar fuerzas a través de tu bendita novena y luego, como si no hubiese suficiente, me regalabas acompañarte en un día como el que ya ha pasado.

Poco a poco te acercas y suena el golpe más profundo que puede golpear mi alma, ahí quedó. Ya estás dentro reina, y no sé si es llanto de alegría, o de pena, desconsuelo o agradecimiento, pero en cada lágrima va el amor más sincero que te puedo dar.

No puedo pensar en nada, pero pienso en todo, en todo lo que me has regalado, en todo lo que has puesto en mi camino, y en todos los abrazos que me brindas, ahí sé que me envías tu consuelo. En ese momento, empezaba el primer día de la ansiada espera que volveríamos a vivir sólo por y para ti.

Madre, gracias por no despertarme de este sueño y enseñarme a quererte, cuida bien las varetas que te preparan desde el balcón del cielo.

Hasta el año que viene, sólo si tú quieres.

María Sánchez Campos
Miembro del grupo joven de la Hermandad de la Virgen del Águila