Ana Torreño: “En el Paraíso se paró el tiempo con la Virgen del Rosario”
Lo que tarda en venir, y lo rápido que llega ese instante donde con sólo la luz de tu candelería, detienes el último momento del Domingo de Ramos. La energía del resto de año, en un segundo.
Lo que tarda en venir, y lo rápido que llega la mañana del Domingo de Palmas. Y, gracias a Dios, un año más tuvimos un Domingo de Ramos pleno, de sol y calor. Sin darme cuenta estaba ya, como es tradición, con mi medalla blanca y negra al cuello, oscurecida por los años, en mi capilla. Sin darme cuenta, estaba ya, a su lado y en silencio, escuchando como le cantaban sevillanas. “Domingo de Palma y Ramos, mi Reina, ya está en la calle”…
Llegado el medio día, volvía a casa, con el nudo en el estómago y los nervios propios que poco a poco se iban adueñando de mí. Apenas había comido, ya me quería vestir. Nunca puedo ver la tele. Ver nazarenos en Sevilla salir del Salvador, me pone más nerviosa aún y, como siempre, queriéndome poner la túnica antes de tiempo. Y así fue, como si fuera una niña pequeña, antes de las cuatro de la tarde estaba ya vestida, sin faltarme un detalle, dispuesta a salir al colegio. No comienza realmente mi Domingo de Ramos hasta que no lo veo todo a través de mi antifaz de terciopelo. Una vez vestida, me dirigía al colegio, siempre por el camino más corto.
Siempre, siempre, lo primero que hago al llegar es ir a verle. Y, siempre, me cuesta trabajo entrar. Si le veo todos los días, ¿por qué en ese momento es diferente? Si le vi esa misma mañana, ¿por qué estaba distinta? Otra mirada, otra luz, otra alegría. Es mirarle, rezarte y se ensancha el alma. Y allí junto a ellos, tras rezar juntos el Rosario, espero a que llegue el momento en que se inunde la iglesia de rayos de sol y salga la cruz de guía con su característico andar. Abrazos, miradas de complicidad, nervios y cariño, desde el lado de mis titulares y, lo que me permitía ver la nube de incienso, iba contemplando desde la iglesia como tramo a tramo van saliendo capirotes, desde varitas hasta los mayores, hasta que se acerca el Señor a la puerta. Buscando mirar al cielo, buscando mirar a su Padre, como espera cada Domingo de Ramos. Y sin darnos cuenta, mientras roza el olivo el dintel, suena el himno y él ya reza con Alcalá. Un Domingo de Ramos especial, mi Cristo vuelve a estar acompañado en su huerto de claveles.
Y otra vez sale una estela interminable de capirotes de terciopelo negro hacia la Callejuela del Carmen, siguiendo los pasos de su Cristo. En el silencio de la capilla, todos miran hacia detrás buscándola a ella. Llegan los últimos tramos y yo por fin me coloco el antifaz, viéndolo todo desde mi particular y esperada perspectiva. Distraída viendo nazarenos pasar, escucho el primer sonido del llamador. Primera levantá. Primeros rosarios. Pasito a pasito, colocándose en la puerta. Es inevitable no mirar hacia detrás. Salen los últimos nazarenos, y apenas bajamos la rampa, a ella comienza a darle el sol. Siempre los dos costeros por igual a tierra, y como dice su sevillana “sin rozar las perillas por esa puerta estrecha de tu capilla”, y sale ella, presumida, cercana, perfumada con tu blanco jardín. Empieza a entrar el sol por la malla de su palio que, sinceramente, no sé si realmente es el sol, o es ella esa luz. Y en ese preciso instante pienso que merece la pena todos los meses duros pasados. Merece la pena todo lo sufrido, todo lo callado. Pasan los nervios, las penas, las dudas. Pasa hasta el calor. ¿Hizo calor el Domingo? Merece la alegría aquel instante en que sube por Padre Flores y es todo luz, transparente y brillante. Un Domingo de Ramos especial, mi Virgen vuelve a ser ella.
Merece la alegría verle bajar la calle que lleva su nombre, cuando salen disparados los rosarios.
Y así, va pasando la tarde, viéndolo todo con mi especial visión, esperando a que suene el llamador y poder disimular para buscar su mirada y que se encuentre con la mía. Y rezarte a ella. Cuando me deja, claro, porque es mirarle y se me olvida hasta el Ave María. No entiendo cómo sería un domingo de Ramos sin verle a través de mi antifaz. No sé cómo sería verle sin tener que mirar hacia detrás, sin seguir la estela de capirotes negros.
Despacito, sin prisas, como ella solo sabe, llegamos hasta el asilo, a llevarle su alegría a los abuelos, y que le canten sonando Encarnación Coronada. Llamó a sus costaleros la Madre Superiora, dando gracias por verle un año más, con la esperanza de verle muy pronto. Sin quererse ir, se despidió despacito al son de Rocío. Y con sus andares, calle la Mina arriba, hasta llegar al Paraíso. Y fue ahí, precisamente ahí, donde se paró el tiempo. Rodeó la plaza con marchas alegres, y llegó a Pérez Galdós y se hizo el silencio y la oscuridad. Comienza a sonar Margot y ella… Siempre sorprendiendo. Pasa de la alegría al recogimiento en un solo instante. Igual que le pega Pasa la Macarena, se luce desprendiendo luz en la calle a oscuras con La Madrugá. Ella es así.
Y como en una nube, sin darme cuenta estaba ya revirando la Callejuela del Carmen. Y, “Como tú ninguna” se meció cuando le llovían pétalos de mil colores del cielo. Flores, y más flores para ella, cubriendo su palio y apagando su candelería, haciéndonos soñar despiertos. Sólo ella sabe despedirse así. Y entre la bulla, nazarenos, lágrimas y nervios, me encontraba ya en la Capilla, con el resto de mis hermanos, todos mirando hacia la puerta y, ella, diciéndole a Alcalá un “hasta pronto” entraba para despedirse de aquellos capirotes negros que le habían acompañado. Ahí ya, sin antifaz, volvía a verlo todo como siempre. Todo llegaba a su fin.
Se cierran las puertas, tan sólo se escuchan sus rosarios, el chocar de las bambalinas, sus pies, y silencio. Comenzamos a rezarle la Salve, y poco a poco se va dando la vuelta, y podemos contemplarle. Se nos escapa entre los dedos el tan esperado y disfrutado día. Un Domingo de Ramos especial, este año volverá a sonar el llamador.
Y cuando ya todo ha acabado, a mí me queda un momento por el que quiero que pase este día. Llega el momento de estar a solas junto a ti. Cuando se han ido todos, está la iglesia a oscuras y tan sólo te alumbra la cara tu candelería, al igual que a tu hijo que ya descansa a tu lado. Te miro y me miras. Y es ahí donde, en silencio, en la penumbra, le das el sentido al resto de mis días. No sé qué me dirás, qué me harás, pero algo tienes.
Donde acaba el día, comienza contigo todo lo demás.
Ana Torreño Salvador
Nazarena de María Santísima del Rosario